Un día, temprano por la mañana, me levanté para observar la salida del sol. ¡Es asombrosa la belleza de la creación de Dios, va mucho más allá de cualquier descripción!
Mientras observaba el paisaje, alababa a Dios por su bella obra y allí sentado, sentí la presencia del Señor.
Entonces, Él me preguntó: –¿Me amas?
Yo contesté: –¡Por supuesto, Dios! ¡Tú eres mi Señor y Salvador!
Entonces me preguntó: –Si estuvieras físicamente incapacitado, ¿Aún me amarías? Me quedé perplejo, bajé la mirada, me quedé unos minutos en silencio.
Y contesté: –Sería difícil Señor, pero sí, aún así te amaría.
Entonces el Señor me dijo: –Si estuvieras ciego, ¿Amarías mi creación? –¡Cómo podría amar algo, sin poder verlo! Y entonces pensé en las personas ciegas que aman a Dios y a su Creación.
Así que contesté: –Es difícil pensarlo, pero aún te amaría.
El Señor entonces me preguntó: –Si fueses sordo, ¿Oirías mi Palabra? ¿Cómo podría oír algo siendo sordo? Entonces comprendí. Escuchar la Palabra de Dios no es solamente usar nuestros oídos, sino nuestros corazones.
–Sería difícil, pero aún oiría tu Palabra, le contesté.
El Señor entonces preguntó: –Si estuvieses mudo, ¿Alabarías mi Nombre? ¡Pero cómo puedo alabar sin voz! Entonces pensé que Dios desea que le cantemos desde nuestro corazón y que de todas maneras, alabar es más que cantar.
–Aunque estuviera mudo, alabaría tu Nombre, le dije.
Y el Señor preguntó: –¿En realidad me amas? Con valor y profunda convicción, le contesté:
–¡Sí Señor! ¡Te amo por que Tú eres el único y verdadero Dios!
Pensé que había contestado correctamente, pero Dios me preguntó: –¿Entonces por qué pecas?
–¡Porque soy un ser humano y no soy perfecto! Le contesté.
–¿Y por qué cuando las cosas te van bien te apartas tan lejos de mí? ¿Por qué sólo en tiempos de angustia oras sinceramente? No hubo respuestas. Sólo lágrimas.
El Señor continuó: –¿Por qué solamente cantas en la iglesia? ¿Por qué me buscas sólo en tiempos de necesidad? ¿Por qué pides cosas tan egoístas? ¿Por qué pides sin tener fe?
Las lágrimas, continuaron rodando sobre mis mejillas.
–¿Por qué te avergüenzas de mí? ¿Por qué no compartes las buenas nuevas? ¿Por qué en tiempos difíciles, lloras con otros, cuando yo te ofrezco mi hombro para que lo hagas? ¿Por qué pones pretextos cuando te doy la oportunidad de servir en mi Nombre?
Intenté contestar, pero no hubo respuesta que dar.
–Eres bendecido con la vida. No te hice para que desperdiciaras este regalo. Te he bendecido con talentos para servirme, pero continúas dándome la espalda. Te he revelado mi Palabra, pero no obtienes el conocimiento de ella. Te he hablado pero tus oídos estaban cerrados. Te he mostrado mis bendiciones, pero tus ojos nunca las vieron. Te he mandado mis siervos, pero permaneciste sentado inmóvil mientras ellos eran rechazados. He oído tus oraciones y las he contestado todas.
¿En verdad me amas? No podía contestar. ¿Cómo podría hacerlo? Estaba increíblemente apenado.
No tuve excusa. ¿Qué podía decir?
Cuando mi corazón hubo llorado y las lágrimas habían fluido, dije: –¡Por favor perdóname Señor! ¡Soy indigno de ser tu hijo!
El Señor contestó: –Nadie es digno, esa es mi Gracia.
–¿Entonces por qué continúas perdonándome? ¿Por qué me amas tanto?
El Señor me contestó:
Por que tú eres mi creación. Tú eres mi hijo…
Nunca te abandonaré…
Cuando llores, tendré compasión y lloraré contigo…
Cuando estés gozoso, me alegraré contigo…
Cuando estés deprimido, te animaré…
Cuando caigas, te levantaré…
Cuando te sientas cansado, te llevaré sobre mis hombros…
Estaré contigo hasta el fin de los días, y te amaré por siempre.
Nunca antes había llorado como en ese momento. ¡Cómo pude haber sido tan frío! ¡Cómo pude lastimar a Dios con todo lo que hice!
Entonces yo le pregunté a Dios, ¿Cuánto me amas? El Señor me estrechó en sus brazos, y pude sentir como nunca antes su Amor, su Gracia y su Misericordia.