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Canicas Rojas

Durante los duros años de la depresión, en un pueblo pequeño de Idaho, USA, solía parar en el almacén del Sr. Miller para comprar productos frescos de granja. En aquellos tiempos la comida y el dinero escaseaban, y el trueque era frecuente.

Un día, vi un niño pequeño, con la ropa gastada y sucia, que miraba atentamente un cajón de manzanas rojas. Mientras yo mismo las admiraba, no pude evitar escuchar la conversación entre el pequeño y el Sr. Miller.

–Hola Barry, ¿cómo estás, quieres algo?
–Hola Sr. Miller, estoy bien, gracias, sólo admiraba las manzanas… se ven muy bien.
–Sí, son muy buenas, ¿Cómo está tu mamá?
–Bien.
–¿Hay algo en que te pueda ayudar?
–No, señor. Sólo miraba las manzanas.
–¿Te gustaría llevarte algunas a casa?
–Claro que sí.
–Bueno, ¿qué tienes para cambiar por ellas?
–Lo único que tengo es esto, mi canica más valiosa.
–¿De veras? ¿Me la dejas ver?

Barry le mostró su tesoro, pero el Sr. Miller no se quedó muy conforme.
–El único problema es que ésta es azul, y a mí me gustan las rojas. ¿Tienes alguna como esta, pero roja, en casa?
–No exactamente, pero tengo algo parecido.
–Hagamos una cosa. Llévate esta bolsa de manzanas a casa y la próxima vez que vengas tráeme la canica roja que tienes.
–Muchas gracias, Sr. Miller.
Y salió corriendo con su bolsa de manzanas rojas.

La Sra. Miller se acercó a atenderme y con una sonrisa me dijo: “Hay dos niños más como él en nuestra comunidad, todos en una situación de extrema pobreza. A Jim le encanta hacer trueque con ellos por patatas, manzanas, tomates, o lo que sea. Cuando vuelven con las canicas rojas, él decide que en realidad no le gusta tanto el rojo, y los manda a casa con otra bolsa de comida y la promesa de traer una canica color naranja, verde o azul la próxima vez.”

Me fui del negocio sonriendo e impresionado con la actitud de este hombre. Después de unos años, el Sr. Miller falleció. Por la noche fui a su velatorio acompañando a unos amigos. Al llegar, comenzamos a saludar a los familiares. Delante de nosotros había tres jóvenes, muy bien vestidos, parecían profesionales. Saludaron a la Sra. Miller y luego se acercaron respetuosamente para despedirse del Sr. Miller.

Cuando llegó nuestro turno, la Sra. Miller con sus ojos brillando me tomó de la mano, me condujo al ataúd y me dijo: "Esos tres jóvenes que se acaban de ir son los dos chicos de los cuales le hablé y aquél que usted vio. Me dijeron que vinieron a pagar su deuda". Levantó la mano de su esposo y para mi asombro vi que allí estaban, tres canicas rojas exquisitamente brillantes. El amor del Sr. Miller quedó grabado en el corazón de los tres chicos de tal manera, que jamás olvidaron su actitud y generosidad.

"No seremos recordados por nuestras palabras, sino por nuestras acciones".