El capataz de una empresa frigorífica, tenía a su cargo veinte operarios y la mayoría eran de raza negra. El problema consistía en que era un racista que odiaba con todo su corazón a
la gente de color y, por lo tanto, la relación que tenía con ellos era muy tensa. Cada vez que cometían algún error o las cosas no se hacían como él quería, aprovechaba para tratarlos
muy duramente, cosa que no hacía cuando los que se equivocaban eran los de raza blanca.
La situación llegó tan lejos, que los empleados de raza negra no aguantaron más y abandonando sus puestos de trabajo, se fueron a la oficina del gerente de la empresa para presentar
una reclamo formal.
–Señor, venimos a presentar la renuncia. Dijo uno de ellos.
–¿Por qué? ¿Qué es lo que pasa? Ustedes son mis mejores empleados, son un ejemplo, saben muy bien cuánto los aprecio, dijo el gerente.
–El problema no es con usted, sino con el capataz. Nos insulta a cada momento, nos maltrata constantemente y nos mira con odio, solo porque somos negros. No aguantamos
más esta situación. Preferimos dejar nuestro trabajo a continuar en estas condiciones.
–Por favor, siéntense, pónganse cómodos que en unos minutos regreso, dijo el administrador.
Éste era un hombre de valores muy profundos y de una gran sabiduría. Se dirigió al lugar en el que se encontraba el capataz y le dijo:
–Buen día, Hugo, ¿podría usted pasarme el parte del trabajo que se ha realizado hoy?
–Si, señor, hasta el momento hemos procesado sesenta animales.
–En mis informes tengo anotado que entre ellos había reses con pelaje blanco y otras de color negro. Dijo el jefe.
–Así es señor –respondió el capataz.
–Necesito que me haga un favor, sepáreme en dos bandejas los sesenta corazones. En una de las ellas ponga los corazones de las reses blancas y en la otra los de las negras. En diez
minutos lo espero en mi oficina para que me diga cuántos hay de cada clase.
El capataz se sorprendió por la petición de su jefe y a los diez minutos se dirigió a la oficina sin respuestas. Era imposible saberlo.
Al entrar en la oficina se encontró en una incómoda e inesperada situación, ya que sus compañeros todavía permanecían allí.
–Señor: es imposible hacer lo que usted me pidió, sabemos muy bien que todos los corazones son iguales. Dijo el capataz.
–Ese es el punto al que quería llegar, usted ha permitido que en su vida crezca un odio muy profundo hacia las personas de raza negra. Por eso al pedirle que separara los corazones he
querido hacerle entender que todos hemos sido creados por Dios. Él nos ha dado un color distinto de piel, y eso es todo, porque nuestro corazón, sentimientos, pensamientos y todo
nuestro organismo, funcionan y es exactamente igual en cada uno de nosotros.
¿Entiende lo que trato de decirle?
Perplejo y avergonzado por la situación, el capataz sintió en ese momento que había recibido la lección más importante de su vida. Sin dudarlo, abrazó a cada uno de sus compañeros
y les pidió perdón, por haber sido tan cruel con ellos.
Al leer esta historia, cada uno de nosotros podemos sentirnos un poco identificados, porque seguramente hemos rechazado o despreciado a personas por ser feas, gordas, de raza
negra, blanca, amarilla, de otra cultura, por ser bajitos o muy altos.
«Si en tu mente existe la idea de la discriminación, imagina que pasaría si un día tu esposo, esposa, alguno de tus hijos o alguien cercano, necesitara un trasplante de corazón, de una de
aquellas personas que tanto odias»