Era uno de los días más sofocantes de un verano muy seco y caluroso.
No había llovido en varios meses, las cosechas se perdían, las vacas habían empezado a dar menos leche y hasta los riachuelos estaban secos hacía tiempo.
Aquella sequía podía llevar a la ruina a más de un agricultor.
A diario mi marido y sus hermanos realizaban la ardua tarea de llevar agua a los campos para poder regar y eso suponía llevar un camión hasta la planta distribuidora para llenarlo del preciado líquido y luego llevarlo a los campos.
Pero debido al racionamiento que habían impuesto, el suministro de agua era mucho menor. Si no llovía pronto, podíamos perderlo todo.
Pero justamente aquel día aprendí una valiosa lección de generosidad y presencié un milagro con mis propios ojos.
Estaba en la cocina preparando el almuerzo, cuando vi a mi hijo Pedrito de seis años caminar hacia el bosque. No lo hacía como de costumbre, con la naturalidad y despreocupación propia de un niño.
Se le notaba algo raro, era evidente que caminaba con una gran dificultad.
Al poco rato de haberse internado en el bosque, volvió corriendo a casa.
Pero lo más curioso es que repitió esa operación durante varias horas, se dirigía hacia el bosque, entraba en él y de pronto volvía corriendo a casa.
No pude resistir más y con mucho sigilo lo seguí. Tuve mucho cuidado para que no me viera, quería saber que era eso que estaba haciendo, que parecía tan importante para él.
Observé que iba con las manos ahuecadas llenas de agua y que ponía un gran empeño en no derramar el valioso tesoro que llevaba en ellas.
Cuando llegó al interior del bosque, me acerqué y pude ver que como tenía las manos ocupadas, las ramas le azotaban el rostro y no podía evitarlo, pero seguía adelante con determinación seguro de que tenía que cumplir una misión muy importante.
Cuando me di cuenta de lo que sucedía me quedé sorprendida. Varios venados corpulentos se alzaban ante Pedrito, y él, se dirigía hacia ellos sin inmutarse. De pronto se arrodilló y le dio de beber a un cervatillo que estaba en el suelo, deshidratado y agotado por el calor.
Cuando se terminaba el agua, Pedrito volvía a la casa para llenar gota a gota su improvisada taza y volver al bosque para dar de beber al cervatillo.
Entonces me acordé del sermón que le habíamos dado sobre la importancia de no desperdiciar el agua. Quizás por eso no me pidió que le ayudara aunque al hacerlo con sus manos y regresar le tomaba casi veinte minutos.
Cuando se dispuso a regresar al bosque, se encontró conmigo. Se asustó y se le llenaron los ojos de lágrimas mientras decía: -"Mamá no estoy desperdiciando el agua"
Nunca olvidaré su cara de alegría cuando lo acompañé con un recipiente lleno de agua, parecía la persona más feliz del mundo. Al llegar, me mantuve apartada y dejé que él atendiera al cervatillo.
No podía entender cómo una persona tan pequeña podía tener un corazón tan grande y tierno.
Me emocioné tanto al contemplar esa escena, que sin quererlo me puse a llorar, pero de repente, parecía que Dios estaba tan emocionado como yo, porque empezaron a caer gotas del cielo.
Algunos dirán que fue una coincidencia, que no hay milagros, que iba a llover de un momento a otro. No lo voy a contradecir, ni siquiera lo voy a intentar.
Pero lo que sí puedo afirmar es que la lluvia que llegó aquel día salvó nuestra finca y la de nuestros vecinos, del mismo modo que Pedrito salvó la vida del cervatillo.
Familia - José Luis Prieto