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El amigo del hijo

La iglesia estaba llena de fieles, el sacerdote se dirigió a la audiencia y presentó al orador invitado. Se trataba de uno de sus amigos de la infancia. Mientras todos lo seguían con la mirada, el anciano comenzó a contar esta historia:

Un hombre junto con su hijo y un amigo de éste, estaban navegando en un velero a lo largo de la costa del Pacífico cuando una tormenta les impidió volver a tierra firme. Las olas se encresparon a tal manera que el padre, a pesar de ser un marinero experimentado, no pudo mantener a flote la embarcación y las aguas del océano los arrastraron a la deriva.

Debido a la tormenta los dos jóvenes cayeron al mar, el padre desesperado logró encontrar una soga, pero luego tuvo que tomar la decisión más terrible de su vida, escoger a cuál de los dos jóvenes iba a rescatar primero. Tuvo sólo escasos segundos para decidirse y por alguna razón que no entendió en aquel momento, supo que primero debía salvar al amigo de su hijo. La agonía de su decisión era mucho mayor que los embates de las olas, pero pensó que tendría tiempo para rescatarles a los dos.

Miró en dirección a su hijo y le gritó: -¡Te quiero, hijo mío! y le tiró la soga al amigo.

Mientras arrastraba al joven hasta el velero, su hijo desapareció bajo los fuertes oleajes en la oscuridad de la noche. «Jamás lograron encontrar su cuerpo»

Dos adolescentes que estaban en la primera fila escuchando con suma atención cada palabra que pronunciaba el orador invitado.

El padre, continuó explicando, se consoló sabiendo que su hijo pasaría a la eternidad con Jesús y entonces entendió que aquella voz interior le había dicho que salvara primero al amigo de su hijo para darle al muchacho una nueva oportunidad.

Dicho esto, el anciano volvió a sentarse y hubo un tenso silencio.

Pocos minutos después de concluida la reunión, los dos adolescentes se acercaron al anciano. Uno de ellos le dijo:

-Es una historia muy bonita, pero a mí me cuesta trabajo creer que ese padre haya permitido que su hijo muriera dándole prioridad a su amigo, pensando que quizás algún día se decidiría a seguir el camino de Dios.

-Tienes toda la razón, le contestó el anciano. Y mientras sonreía, miró fijamente a los dos jóvenes y continuó diciéndole:

-A mí también me costaría creerlo, si no fuera porque el amigo de su hijo soy yo.