Había una vez un rey que ofreció un premio importante al artista que pudiera captar en una pintura, la perfecta paz. Se presentaron varios pintores para tratar de agradar al rey y poder ganar el jugoso premio.
Una vez que todos terminaron, las obras fueron expuestas delante del rey. Este observó con detenimiento a cada una de forma muy especial, pero solo hubo dos que realmente le impactaron. Tenía que elegir una y comenzó a observarlas con mucho detenimiento.
La primera era un lago muy tranquilo, como un espejo perfecto, donde se reflejaban las plácidas montañas que lo rodeaban. Sobre éstas había un cielo azul con tenues nubes blancas. Todos los que miraban acordaban que esta pintura reflejaba la perfecta paz.
La segunda también tenía montañas, éstas eran escabrosas y rocosas. Sobre ellas había un cielo tormentoso, del cual caía un impetuoso aguacero iluminado con rayos. De la montaña bajaba un gran torrente de agua, formando una hermosa cascada. Éste no parecía mostrar ninguna paz.
El rey observó en este cuadro que, detrás de la cascada, había un delicado arbusto creciendo en una grieta de la roca y en sus ramas se encontraba un nido. Allí, en el rugir de la violenta caída de agua, estaba empollando plácidamente un pajarito. Después de observar minuciosamente un largo tiempo las dos pinturas, el rey se decidió por esta última.
Todos sus acompañantes se quedaron admirados y sin palabras ante su decisión. Uno de ellos dijo: - Su Majestad, usted no puede elegir ese cuadro, nada de lo que se ve demuestra paz, por el contrario, es hostil y perturbador. Entonces el rey, con la paz que le había reflejado la pintura, le explicó el porqué de su elección:
«Paz no significa estar en un lugar sin ruidos, sin problemas, sin trabajo duro o sin dolor. Por el contrario, si tenemos verdadera paz en nuestros corazones, permaneceremos calmados, serenos y como el pajarito, nos mostraremos confiados ante el rugir de nuestros problemas cotidianos».