Una serie de pérdidas traumáticas me había alejado de Dios. Sola, sin trabajo ni sustento. Sin esperanza alguna, intenté quitarme la vida. Recobré el conocimiento en un hospital, donde pasé los siguientes días recuperándome.
Llegó el día de San Valentín. El primero que pasaba sin mi marido. Sentada sola en una sala del hospital, derramé las últimas lágrimas que me quedaban. Pasaron un hombre y una mujer. Se detuvieron y oí que él decía: Espérame un momento. Se acercó, sacó un pañuelo, secó mi rostro bañado en lágrimas y me dio un beso en la mejilla.
Era un paciente al que había conocido la noche anterior. Pero, ¿cómo podía darme un beso alguien que me había visto una sola vez? Era evidente que no tenía malas intenciones, ya que estaba acompañado por su esposa. ¿Qué lo impulsó a besarme? ¿Qué había hecho yo para merecer semejante gesto?
Pasaron unos minutos y pensé: Me han hecho un estupendo regalo, el de la esperanza, y tengo que repartirlo entre los demás. Con esa reflexión, di el primer y pequeño paso para salir del profundo abismo en el que había caído.
Pocos días después, me dieron de alta. Miré lo que quedaba de mis ahorros: apenas unas monedas. En la cocina no tenía más que una caja de polenta y una lata de salsa de tomate. Pensé: Como en los próximos días no comeré otra cosa que polenta con salsa de tomate, será mejor que la prepare toda de una sola vez. Terminé de cocinar y me disponía a sentarme para comer, cuando sonó el timbre de la puerta. Al abrir, me encontré con una joven que parecía a punto de morir de hambre. La acompañaba una niña de cinco o seis años en las mismas condiciones. La muchacha dijo que era refugiada y no encontraba trabajo.
Me preguntó si tenía unas monedas que pudiera darle. Recordé que me quedaban unas pocas. ¿De qué podrían servirle? Unas monedas es todo lo que me queda, respondí. Yo también estoy padeciendo necesidades. Acabo de preparar polenta con salsa de tomate. ¿Quieren pasar y acompañarme?
Madre e hija aceptaron con timidez. Comimos las tres, lo que pensaba iba a ser la comida de varios días, sólo duró un momento. Recordé que me habían regalado una barra de chocolate, que había guardado para momentos de suma necesidad. Se la regalé a la niña, que me agradeció con un abrazo que jamás olvidaré. Me enteré que vivían cerca, así que las invité a volver. Les expliqué que no podía prometerles una mesa abundante de comida, pero compartiríamos lo que tuviera en el momento. Desde entonces no las he vuelto a ver.
Unos días después, vi en el periódico un anuncio en el que ofrecía un empleo. Aunque no reunía los requisitos, ni tenía experiencia, me presenté. Unos minutos después de iniciada la entrevista me hicieron la pregunta más importante de mi vida “¿Le parece bien empezar mañana?” Antes de que pudiera responder, un pensamiento vino a mi mente: ¿Fueron aquellas dos desconocidas mi prueba laboral? Sentí en mi corazón que no sólo había estado en una entrevista de trabajo, sino que había aprobado un examen.
Dios me había demostrado que me amaba, al poner en mi camino a ese hombre que me dio el ánimo que necesitaba en el momento que más lo necesitaba, y luego enviarme a una madre con su hija para ver si era coherente con mi promesa de transmitir amor y esperanza. Cuando lo hice, Dios me bendijo con lo que más necesitaba, un trabajo.
Hoy en día Erica es muy feliz con su trabajo de periodista y comparte con mucho gozo el amor de Dios. Pero además, en su tiempo libre, se viste de payaso y actúa para los niños internados en el hospital. Su labor es impactante y en una entrevista comentó: Me llena de felicidad ver que los niños enfermos, separados de su familia y lejos de su casa, se llenan de ánimo a pesar del sufrimiento y la soledad. Y no cuesta tanto, basta con estar dispuesto a ponerse una nariz roja de payaso y cantar una o dos canciones para ver que esos niños, como sienten y reciben el amor de Dios.