Hace muchos años que un sargento de batallón increpaba duramente a unos cuantos soldados que no podían sacar un coche atascado en el barro. De pronto se presento allí un hombre alto y flacucho. Vio la situación y le preguntó al sargento por qué no los ayudaba.
-¿Por qué he de hacerlo? Soy el sargento, contestó éste con altanería.
Sin pérdida de tiempo el hombre alto y flacucho se despojó de su chaqueta y se puso a ayudar a los soldados a sacar el coche del sucio barro. Cuando se terminó la tarea, se lavó las manos, se puso la chaqueta y se dirigió hacia el sargento:
-Si en otra ocasión usted necesitara mi ayuda, llámeme sin vacilar.
-¿Y quién es usted?, le preguntó el sargento.
-Yo soy Abraham Lincoln, el Presidente de la Nación.
No en vano se considera a Lincoln como uno de los hombres más grandes de la historia de la humanidad. Grande no tanto por sus ejecutorias, como por su humildad.
“La señal inequívoca que nos da la medida de la grandeza de un hombre, es el servir con humildad”