Juan, un joven de 25 años, era un alpinista profesional. Los peligros y la conquista de los picos más altos eran su gran desafío y su meta era escalar las cimas más altas del mundo. Desde muy pequeño tenía un gran sueño: llegar a la cima del monte Everest. Este sueño lo llevó a prepararse durante muchos años y cuando creyó saberlo todo y se sintió preparado para la gloria, decidió lanzarse a la aventura.
Hasta aquí todo estaba bien, sólo había un gran problema: este tipo de desafíos debe realizarse en grupos con otros colegas, ya que la escalada del monte Everest es una de las más difíciles del mundo. Pero Juan era un tipo muy orgulloso y quería toda la gloria sólo para él, así que decidió escalar sin ninguna compañía y así cumplir su deseo de figurar en el libro de los récords.
Una mañana muy fría, cuando todavía no había salido el sol, con pasos muy firmes como la de un verdadero profesional, comenzó el ascenso. La travesía transcurría muy normal, Juan imaginaba sus fotos en las primeras planas de los periódicos de todo el mundo.
Pero, al atardecer, se dio cuenta de un gran detalle que no había tenido en cuenta: esa noche no habría luna que pudiera iluminar su ascenso. La oscuridad comenzaba a invadir la montaña, cuando todavía no había llegado al lugar de descanso donde tenía que pasar la noche. A pesar de esta circunstancia trató de mantener la calma; todo se le hacía muy difícil hasta que, de pronto, una piedra cedió bajo sus pies provocándole una caída de cientos de metros.
Cuando parecía que su muerte era inminente, sintió un fuerte tirón en su cintura y quedó colgado de la cuerda que lo sostenía. La noche era muy oscura, no se podía ver nada, y para peor había comenzado a nevar. Juan estaba asustado y gritó varias veces pidiendo auxilio, pero sólo escuchaba su propia voz, a causa del eco de la montaña.
De pronto, recordando que Dios podría ayudarle ante una inminente muerte por congelamiento, comenzó a gritar con todas sus fuerzas: –¡Dios, sálvame! ¡Señor, sácame de aquí!
Desde el cielo se escuchó una voz como un trueno, que le dijo: –Bien hijo, accederé a tus ruegos, saca tu cuchillo, corta la cuerda y estarás a salvo. Juan escuchó con atención lo que Dios le había dicho, pero el miedo y el pánico lo invadieron. Dudó, no creyó a la voz que escuchó, no tuvo fe, y en lugar de obedecer y cortar la soga, se aferró a ella durante el resto de la noche.
Por la mañana, los miembros del grupo de rescate encontraron el cuerpo de un hombre congelado, colgado y aferrado a una soga… a sólo cincuenta centímetros del suelo.
Jesús te dice: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”. Juan 8:12
“No andes en tinieblas, la luz de Cristo puede alumbrar tu camino. Confía en Él y corta tu cuerda cuando te lo pida, Él siempre estará a tu lado para sostenerte “.