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Forastero

Unos meses antes de nacer yo, mi papá conoció a un forastero que acababa de llegar a nuestro pueblo. Desde el primer momento, mi padre quedó prendado de su encanto y al poco tiempo lo invitó a vivir con nuestra familia.
Todos lo aceptaron desde el primer momento y pocos meses después, cuando llegué yo, él estuvo presente para darme la bienvenida al mundo.

Durante mi infancia nunca se me ocurrió preguntarme por qué estaba en nuestra casa. En mi mente infantil cada miembro de la familia ocupaba su lugar. Por ejemplo mi hermano Roberto, que me llevaba cinco años, era mi modelo a seguir y mi hermanita Pamela, al ser menor, me daba la oportunidad de hacer de hermano mayor.
Mis padres eran los maestros complementarios; mamá nos enseñó a amar la Palabra de Dios y mi papá a obedecerla. Por su parte el forastero se dedicaba a contarnos historias.
Él era capaz de imaginar los relatos más fascinantes y constantemente nos narraba aventuras, misterios y comedias. Cada noche toda la familia se reunía a su alrededor para disfrutar de sus historias durante varias horas.

Si yo tenía alguna pregunta de política, historia o ciencias, él sabía todas las respuestas. Conocía a la perfección la Historia y las anécdotas del pasado, comprendía el presente y parecía poder predecir el futuro.
¡Y cómo dibujaba! Los dibujos que hacía eran tan naturales que no sabías si era dibujo o fotografía.

Era el mejor amigo de nuestra familia. Él fue el primero que nos llevó a papá, a Roberto y a mí a un partido de primera división de la liga de fútbol. Siempre nos animaba a ver películas y hasta lo arregló todo para que pudiéramos conocer a varios astros del cine.

Nunca paraba de hablar. A papá no parecía importarle; pero a veces mamá se levantaba en silencio mientras todos los demás escuchábamos cautivados un relato del forastero sobre algún lugar lejano y se iba a su cuarto a leer la Biblia y a orar.
Ahora me pregunto si quizás oraba para que el forastero se marchara.

Mi padre gobernaba nuestra casa de acuerdo a ciertas convicciones morales, pero por alguna razón el forastero nunca se sintió obligado a respetarlas.
Por ejemplo, las palabrotas no estaban permitidas; no se nos permitían a nosotros, ni a nuestros amigos, ni siquiera a otros adultos. Pero nuestro querido invitado soltaba de vez en cuando algunas palabras feas que nos escandalizaban a todos y que ponían a mi padre en una situación bien incómoda. Aunque, que yo sepa, nunca nadie le llamó la atención por eso.

Mi papá era abstemio y no permitía ningún tipo de licor en casa, ni siquiera para cocinar. Pero el forastero opinaba que debíamos conocer otros aspectos de la vida y nos tenía bien informados. De hecho, con frecuencia nos ofrecía cerveza y otras bebidas alcohólicas. Intentaba que los cigarrillos nos parecieran apetecibles; los cigarros puros, varoniles; las pipas, distinguidas y tenía una lengua muy suelta, que no dudaba en ofrecernos comentarios a veces descarados, otras sugestivos y generalmente embarazosos.
Soy consciente de que el forastero influyó en gran manera en el concepto que me formé de lo que eran y como debían ser las relaciones sexuales.

Ahora que lo pienso, creo que fue únicamente por la gracia de Dios que ese forastero no tuvo más influencia en mí. Innumerables veces se enfrentó a los valores que defendían mis padres. Pero ellos casi nunca lo reprendían, por eso nunca le pidieron que se fuera.

Ya han transcurrido más de treinta años desde que ese forastero vino a nuestra casa. Mi papá, desde luego, ya no está tan fascinado con él como en los primeros tiempos.
Pero cualquier persona que entre en el estudio de mis padres, aún lo verá allí sentado en un rincón, a la espera de que alguien quiera escuchar alguna de sus historias o consejos.

“¿Qué cómo se llama? En realidad no lo sé, nosotros siempre lo llamamos televisor”